Hubo una vez una guitarra que tenía seis cuerdas. Todas las
guitarras tienen seis cuerdas, podéis pensar.
No, hay algunas que tienen siete, ocho, doce... pero ésta
era una guitarra normal. Bueno, no era normal, no era como las demás. Su vida
no dependía de sí como no puede depender de sí la vida de casi nadie, o de casi
nada.
Cuando fue creada, podría parecer normal. Sin embargo, era
especial.
Con el paso del tiempo, cinco de sus cuerdas se habían
aflojado hasta tal punto que, extendidas sobre el mástil, se rozaban entre sí sin
emitir sonido alguno, desganadas, laxas de vida. La sexta, sin embargo,
permanecía tensa hasta creerse que si alguien llegase a tocarla, emitiría un
sonido demasiado femenino para ser un bordón. Se lamentaría con agudos, estaba
segura. Pero nadie se interesaba por aquel instrumento.
Las cuerdas no tienen ojos (dicen), pero la cuerda tensa
sabía de la apatía del resto, y aquella situación tensaba todavía más a aquel
nervio formado de hilachas.
Muchos músicos piensan que sus instrumentos poseen alma, pero
nadie hasta el momento ha sabido encontrarla más allá de sus notas.
El crujido de la sexta cuerda, no obstante, fue desalmado. Y
estrepitoso. Tanto, que se oyó en todo el hogar.
Un ser con brazos y piernas se acercó hasta esa altura. ¿Qué
pasaba?, ¿habría entrado algún roedor de visita?
Abrió la puerta del trastero y la luz entró precediéndole, creando
imágenes de objetos apilados. En primera fila se hallaba la guitarra, con su
cuerpo de mujer, cubierta de polvo.
¡Mi guitarra…!, exclamó el ser, mientras sentía que un
escalofrío helaba su columna.
Allí estaba ella, pretendidamente olvidada desde que las
cuerdas más frágiles de ese ser con brazos y piernas se habían roto unos años
atrás, cuando su musa huyó.
Después de unos instantes de perplejidad, se agachó ante el
instrumento y lo acarició, ensuciándose.
Lo asió y lo trasladó a otra estancia.
Allí lo limpió con esmero resbalando con tacto por su pecho
y su cadera y dando lustre a su mapa.
Pasó un trapo húmedo por las cinco cuerdas flojas y apretó
las clavijas. Luego, cambió la sexta, aquélla que le había avisado. Marcó un
arpegio y, tras él, fueron escapándose notas que creía olvidadas, con armonía y
fluidez. Sus dedos se despertaron y le dieron vida al instrumento, que parecía manifestar
alegría.
Cuando cesó de tocar, el instrumento siguió sonando y las
cuerdas de su cerebro, ésas a las que los humanos situaban en el sistema
nervioso, bailotearon hasta abrirle una sonrisa.
Muchos músicos piensan que sus instrumentos poseen alma,
¿acaso alguien lo puede negar?
Qué preciosa entrada... y la canción de Silvio, una pasada de bonita.
ResponderEliminarClaro, los instrumentos poseen alma, el del que lo hace sonar, vibrar, vivir...
Besos mil
Una delicia leerte hoy
ResponderEliminarY sí el alma se funde aunque sólo ese sentir lo "conoce" quién lo experimenta en su piel.
Sin comparar a Silvio ( que venero) me vino a la mente la de un ferrolano...Lo mismo sabes cual es..
La música es un potente estímulo de la memoria, con gran poder evocador. La música nos traslada a otra época, nos evade, nos erotiza, nos activa o nos hace llorar.
ResponderEliminarPoder recuperar esa complicidad es grandioso.
Bicos