Hoy se fue un ángel intentando
cargar con una mochila tan llena que tuvo que quedarse en tierra, repartida en
pensamientos y sentimientos. El ángel, incluso antes de serlo, asexuado y por
ende sin problemas, huyó a las dos y pico de la mañana, cuando el reloj y la
guadaña le confesaron que había llegado su hora. Desapareció liberado, con ese
rictus de esfuerzo en su expresión, con un gesto que le llevaba acompañando
meses y más meses, pero a su vez con esa calma en su espíritu verbal que nos
tranquilizaba a sus seres queridos, como buena jefa de la manada, aunque fuese
con un hilillo de voz.
Nos hizo saber que su partida
estaba cerca, justo al final de su vida, donde su mundo terminaba en horizonte
y ya atisbaba su cascada a un infinito desconocido que ella llamaba Cielo.
Mamá no fue perfecta. Su dulzura,
clase, saber estar y cultura se fueron cuarteando como su piel, con el paso de
los años y de las circunstancias. Nada tiene que ver mamá de mi niñez con mamá
de los últimos años. Su vida fue tan dura como para intentarla sostener con
tres vidas y fracasar en el intento. En su camino pasó por situaciones que ni
de lejos sabemos atisbar en nuestra generación de privilegio, porque pensamos
que el hambre es apetito, no esa sensación de angustia que te haría hasta matar.
Tuvo que soportar durante años a un tipo al que admiraba y que no dejaba de
ningunearla como si fuese más que ella, pobre imbécil cabrón y estirado que me
llenó de genes de los que no soy capaz de desprenderme, produciéndome asco a mí
mismo en algunas ocasiones.
Mamá vivió, para su época, una
historia que no le deseo a nadie, con unos focos que la alumbraron siendo
campeona de España en su deporte y trabajando en Europa en la etapa más feliz
de su vida y, mientras ambas etapas la llenaron de satisfacción, los focos se
apagaron un día para siempre, sumiéndola en la sombra de una sombra. Trajo al
mundo a tres cachorros por los que se dejó la vida y la salud cuando el macho
de la casa huyó durante una temporada demasiado larga. Y los cachorros no
ayudamos porque ella no lo permitió y porque no estuvimos a la altura. Y porque
como cachorros inmaduros que éramos, nuestro egoísmo no tenía límites.
El macho un día volvió y ella,
con su estúpida bondad, lo acogió. En ese punto fuimos desfilando cobardemente,
aunque yo siempre me excusé en que ella así lo quiso.
El tiempo cambió su sonrisa
perenne por una línea horizontal que apenas enseñaba una dentadura perfecta.
También ayudó a ello que nos tocase la cara B de la lotería con un trágico
suceso tras el que ninguno de nosotros volvió a ser el que fue, hasta el punto
en que me echo tanto de menos que a veces me llego a odiar.
Con el tiempo superé la barrera
de distancia que nos separaba y le ayudé en lo que pude. Pero el muro más
difícil estaba por saltar: reconciliarla con la vida. Creo que en cierto modo
lo conseguí, pues en los últimos dos años la vi sonreír alguna vez y quiero
pensar que hasta tuvo algún momento de disfrute.
Mamá siempre quiso una familia
que no tuvo. Alguien se encargó de destruirla con sus obscenos actos contra
natura. Tan es así que, sin ella, no existía la familia. En los peores tiempos,
y os aseguro que fueron horribles, siempre sacaba una excusa para cualquier
celebración. Y mis únicas participaciones familiares sólo existen cuando ella está
en la foto. El resto simplemente fueron acontecimientos ceremoniosos que me
pasaban de soslayo. Quizá por eso soy un gato.
Superando mis modos ariscos, tomé
prestado el valor que utilizo para otros asuntos y me aferré a la única
esperanza que me quedaba. Logré con ello que mamá se fuese acompañada de los
suyos, de los pocos que quedamos, rodeada en un hogar de la gente que la quiso
de verdad y que, por mierdas de la vida, nos alejamos de nosotros mismos.
Mi madre no era perfecta, pero
intentó serlo de una manera coherente. Y tengo dos cosas claras, la primera es
muy fácil de decir: si todos fuesen como ella no habría injusticias en el
mundo. La segunda es todavía más fácil, y la digo con la boca grande: no la
cambiaría por ninguna otra.